Llegada la hora del postre, Natalia se vino de la cocina trayendo orgullosa una gran fuente de vidrio repleta de un mar de crema blanca, ondulante, semi-sólida, bordeada por una línea de caramelo color cobre, y precedida por un característico aroma de ramitas de vainilla. Mi boca se hizo agua, como siempre ocurría a la llegada del sublime postre, sin importar lo abundante que hubiera sido el plato principal. Se trataba del famoso postre de crema de la tía Mercedes –Mecha, para la familia– del que yo era un fanático consumado. Ese fanatismo me había hecho acreedor vitalicio a una de las esquinas de la fuente, esas porciones privilegiadas con doble borde acaramelado.
“Te quedó casi tan rico como a mí”, le dijo Mecha a mi hermana mitad en broma, mitad en serio. Y Nati lo tomó como un cumplido, como un reconocimiento al esfuerzo que había puesto en copiar al dedillo la receta legendaria de la tía. Pero ese “casi” era innegable. Había algo que le faltaba. Algo sutil, indescriptible, pero que a los realmente fanáticos del legendario postre de crema nos permitía detectar cuándo la preparación había estado en manos de Mecha y cuándo en manos de alguna imitadora.
“Te quedó casi tan rico como a mí”, le dijo Mecha a mi hermana mitad en broma, mitad en serio. Y Nati lo tomó como un cumplido, como un reconocimiento al esfuerzo que había puesto en copiar al dedillo la receta legendaria de la tía. Pero ese “casi” era innegable. Había algo que le faltaba. Algo sutil, indescriptible, pero que a los realmente fanáticos del legendario postre de crema nos permitía detectar cuándo la preparación había estado en manos de Mecha y cuándo en manos de alguna imitadora.