Dicen los mapuches que cada montaña tiene su dueño, su pillán, un espíritu que guarda sus tesoros y la protege de abusos. El pillán vive en la cumbre desierta, donde nadie se atreve a llegar, pero ocasionalmente baja para recorrer sus caminos, cuidar a los animales del bosque y asomarse a la orilla de los lagos o a la puerta de los valles, donde termina su reino. Cuando el pillán se enoja, un viento inclemente comienza a agitar las copas de los árboles. Cuando castiga, provoca tormentas, derrumbes y erupciones. Para calmar su ira, a veces exige grandes sacrificios.
La tribu del cacique Huanquimil vivía hace mucho tiempo en el valle de Mamuil Malal, contra la ladera norte del volcán Lanín, donde crecen los amankays y corren las maras entre la espesura.
Una vez, un grupo de muchachos seguía las huellas de un huemul, decididos a darle caza. Con el carcaj y el cuchillo bajo el manto de lana y seguidos por los perros, iban subiendo la ladera.
–Seguro que se fue para el torrente –dijo uno–. Allí lo atraparemos.
La tribu del cacique Huanquimil vivía hace mucho tiempo en el valle de Mamuil Malal, contra la ladera norte del volcán Lanín, donde crecen los amankays y corren las maras entre la espesura.
Una vez, un grupo de muchachos seguía las huellas de un huemul, decididos a darle caza. Con el carcaj y el cuchillo bajo el manto de lana y seguidos por los perros, iban subiendo la ladera.
–Seguro que se fue para el torrente –dijo uno–. Allí lo atraparemos.

